Lo
que es más vívido para mí en esos años que viví en el Circo es el día a día,
los momentos en la mañana y entre los viajes en que la gente no se ponía
disfraces ni maquillajes, los animales debían ser alimentados y bañados, y yo
podía jugar con las máquinas y las personas casi que a placer. En esas horas,
el Circo era todo mío, mi hogar y no de la gente común y corriente que pagaba
por estar ahí. Era el único niño mimado por un puñado de adultos del circo, el
compartir no era una de mis grandes cualidades por ese entonces.
Los
dos temas favoritos de mis recuerdos en esa estadía por el show-business
son: primero y menos importante, la conciencia del aburrido trajín alrededor de
los viajes. Todos los adultos estaban mucho más interesados en desmontar o
montar el circo justo después o antes de ir al aeropuerto o pisar la pista, que
en hacer algo por entretener al niñito aburrido al fondo.
Desde
ese entonces, en cualquier momento que tengo que esperar, y más cuando es
esperar para ir a actividades muy sin gracia como estar de pie en una pared de
personas para que el metro me lleva a otro día más de clases (peor, en un día
de verano, donde el tufo a humano y el propio sudor hace la cosa aún más insufrible);
mi mente se centra en eso, los aburridos horas, hasta días, en que había que
esperar que los adultos desmantelaran o volvieran a construir nuestro barrio
hecho de puestos coloridos pero desgastados y la enorme carpa mil veces
remendada.
El
hogar eran las casas remolques... ¡Pobre de mí! Recuerdo que en mi más tierna
infancia creía que mis padres no dormían juntos porque vivíamos en casas muy
pequeñas. Claro, también recuerdo que fui a dormir con mi padre mucho más justo
cuando Selena se hizo muy amiga del nuevo y muy cejudo entrenador de animales;
lo que pasó como un año después de los meses en que Ben y una contorsionista
china también fueron muy unidos y, por lo tanto, dejé de ir a dormir en su
remolque por un tiempo...
―Papi,
¿por qué mami y tú no se han estado casados? ―logré hacer el dos más unas semanas antes de dejar el circo.
Estábamos
desayunando debajo del toldo-comedor, y yo miraba hacia la casa rodante, desde
donde aún no salía a comer mi madre, una mañana soleada en... Algún lugar
caliente del mundo. Aunque esa noche había dormido con mi padre, ya sabía que
ella no salía porque estaba junto al domador que, aunque unas semanas antes me
había caído bien, en ese momento... No.
Ben
casi se ahoga con el café que estaba tomando, y la pareja de
malabaristas-equilibristas que nos acompañaban a la mesa, (Gina y Paolo,
insufriblemente enamorados y casados), le miraron con casi el mismo interés que
yo... más una pizca de burlona malicia. O mucha burlona malicia.
Cuando
Ben por fin habló, fue con un tono como el que me imagino que uso cuando no
quiero confesar alguna falta.
―Pues,
verás... ―pero no miré, porque se quedó en silencio, la vista fija y con mucho
interés en su café, como si en este se hubiera formado una imagen imposible e
hipnotizante.
―¿No
te cae bien mamá? ¿La ves fea? ―había insistido yo, hasta intentando ayudarle .
―No,
claro que me cae bien y la veo muy bonita... ―y ya, ni siquiera dijo el «pero...».
―¿Y
entonces? ―empezaba a impacientarme.
«¿Y
entonces?», pareció repetirme él con su expresión confusa, y hasta Gino y Paolo
con las suyas.
―Si
es así, ¿por qué no se casan? Así, ella ya no andaría con el «una ceja» ese.
Ben
me miró con algo así como una sorpresa horrorizada, y Gina y Paolo se rieron
por lo bajo. Lo adulto por su parte habría sido intentar ayudarle, inventándose
algo para que yo me distrajera; pero eran personas que vivían de hacer
malabares y aguantar el peso del otro en posiciones extrañas, por lo que me
apoyaron e insistieron en preguntar porqué no había hecho de mi madre una «mujer
honesta» cuando la embarazó de mí.
―Tengo
cuchillos y sé como usarlos ―les espetó Ben, antes de echarlos de ahí. Los dos
se habían encogido de hombros, aún maliciosos, mientras se iban de allí.
Después
de eso, Ben había intentado iniciar a explicar la cuestión un par de veces,
hasta que terminó con un:
―Pues
va como va, lo que sucedió es... ¡Oh, ahí está tu madre! Ella lo debe saber
mejor que yo, ve y pregúntale de una vez.
Como
no me hizo gracia la manera en que el domador una ceja y mi madre se veían a
los ojos sonriendo embobadamente mientras salían de mi hogar principal, le hice
caso a mi padre.
―Mami,
¿por qué no te casas con papi? ―Pregunté a bocajarro, y ambas sonrisas
desaparecieron.
Selena
le pidió un momento al domador, y me metió a la casa remolque a hablar. Ella sí
me lo explicó, solo que... Ahora que lo
pienso, aún no sé del todo porqué nunca han vivido juntos... Es por algo de que
se puede ser amigos y caerse bien, a la vez que tener un hijo a la antigua, sin
ser necesario vivir juntos o casarse.
…
Espera un momento, ¿qué hago hablando de la indeterminada relación de mis
padres? ¿De qué tema estaba conversando antes de salir con ésto?
¡Ah!
Del esperar... Con razón me he desviado.
Dicho
sea de paso, la vieja Helga sigue estando por aquí, viviendo en el descuidado
patio del edificio. La casa remolque, Helga la casa remolque, en la que tuve
esa, como varias otras conversaciones, con Selena. Es una rotunda señora que
vio la vida por ahí de la época de los hippys, aún sigue con esa moda a
la Máquina del misterio y es la más leal aliada en las locuras de mi madre.
Siempre está lista para otra huida ¡eh! Paseo o ida a una nueva vida indicada
por mi madre. A ella, Helga, no la culpo de nada. Hasta le tengo cariño y jamás
la cambiaría por más que le conozco todos sus achaques... En fin...
―¿No
es más fácil quedarnos que mudarnos, y mudarnos y mudarnos? ―Creo que fueron
mis primeras palabras en la vida.
A
lo largo de los años, me dieron varias razones por las cuales un circo no podía
quedarse en un solo lugar. Sin embargo, a mis honorables trece años de edad,
puedo decir que era más lo que se gastaba en tanto viaje que lo que se
recaudaba con las personas que iban al Månen. Es más, estoy
seguro que las veces que nos quedamos más tiempo de lo común en alguna de las
localidades, fue porque teníamos que esperar para recaudar el dinero con el que
hacer el viaje a otra lugar.
Una
mala pasada porque, a más tiempo en un sitio,
más lesiones habían. Sé de lo que hablo, era a mi madre a la que
buscaban como la experta en sanación del Circo (sí, experta en sanación... Nada
más lejos que ser una médico, mi madre. Y nada más cerca, también... Ya la
conocerán) y, no pocas veces, yo presencié las llegadas alarmadas de las
personas al camarote, a veces para pedirle que fuera con ellos, otras veces
teniendo en las manos al herido de turno.
Mi
madre pronto se dio a la idea de que, cuando estaba en mis «trece», no me iba a
estar quieto en mi cama con la puerta corrediza cerrada. Algunas veces, hasta
me hacía pedidos de remedios o instrumentos, con el fin de que me centrara en
ayudarle y no en mirar la herida.
Para
ser un grupo entrenado y experto de cirqueros, las lesiones era cosa muy
acostumbrada, de una o dos por viaje. Pronto, aprendí de ellos a perderles el
miedo y hasta a apreciar las cicatrices... Pero eso es parte del otro collage de
imágenes que mi mente más recuerda.