viernes, 7 de febrero de 2014

Prólogo ¿Quién soy y de dónde vengo?2

Lo que es más vívido para mí en esos años que viví en el Circo es el día a día, los momentos en la mañana y entre los viajes en que la gente no se ponía disfraces ni maquillajes, los animales debían ser alimentados y bañados, y yo podía jugar con las máquinas y las personas casi que a placer. En esas horas, el Circo era todo mío, mi hogar y no de la gente común y corriente que pagaba por estar ahí. Era el único niño mimado por un puñado de adultos del circo, el compartir no era una de mis grandes cualidades por ese entonces.
Los dos temas favoritos de mis recuerdos en esa estadía por el show-business son: primero y menos importante, la conciencia del aburrido trajín alrededor de los viajes. Todos los adultos estaban mucho más interesados en desmontar o montar el circo justo después o antes de ir al aeropuerto o pisar la pista, que en hacer algo por entretener al niñito aburrido al fondo.
Desde ese entonces, en cualquier momento que tengo que esperar, y más cuando es esperar para ir a actividades muy sin gracia como estar de pie en una pared de personas para que el metro me lleva a otro día más de clases (peor, en un día de verano, donde el tufo a humano y el propio sudor hace la cosa aún más insufrible); mi mente se centra en eso, los aburridos horas, hasta días, en que había que esperar que los adultos desmantelaran o volvieran a construir nuestro barrio hecho de puestos coloridos pero desgastados y la enorme carpa mil veces remendada.
El hogar eran las casas remolques... ¡Pobre de mí! Recuerdo que en mi más tierna infancia creía que mis padres no dormían juntos porque vivíamos en casas muy pequeñas. Claro, también recuerdo que fui a dormir con mi padre mucho más justo cuando Selena se hizo muy amiga del nuevo y muy cejudo entrenador de animales; lo que pasó como un año después de los meses en que Ben y una contorsionista china también fueron muy unidos y, por lo tanto, dejé de ir a dormir en su remolque por un tiempo...  
―Papi, ¿por qué mami y tú no se han estado casados? logré hacer el dos más unas semanas antes de dejar el circo.
Estábamos desayunando debajo del toldo-comedor, y yo miraba hacia la casa rodante, desde donde aún no salía a comer mi madre, una mañana soleada en... Algún lugar caliente del mundo. Aunque esa noche había dormido con mi padre, ya sabía que ella no salía porque estaba junto al domador que, aunque unas semanas antes me había caído bien, en ese momento... No.
Ben casi se ahoga con el café que estaba tomando, y la pareja de malabaristas-equilibristas que nos acompañaban a la mesa, (Gina y Paolo, insufriblemente enamorados y casados), le miraron con casi el mismo interés que yo... más una pizca de burlona malicia. O mucha burlona malicia.
Cuando Ben por fin habló, fue con un tono como el que me imagino que uso cuando no quiero confesar alguna falta.
―Pues, verás... ―pero no miré, porque se quedó en silencio, la vista fija y con mucho interés en su café, como si en este se hubiera formado una imagen imposible e hipnotizante.
―¿No te cae bien mamá? ¿La ves fea? ―había insistido yo, hasta intentando ayudarle .
―No, claro que me cae bien y la veo muy bonita... ―y ya, ni siquiera dijo el «pero...».
―¿Y entonces? ―empezaba a impacientarme.
«¿Y entonces?», pareció repetirme él con su expresión confusa, y hasta Gino y Paolo con las suyas.
―Si es así, ¿por qué no se casan? Así, ella ya no andaría con el «una ceja» ese.
Ben me miró con algo así como una sorpresa horrorizada, y Gina y Paolo se rieron por lo bajo. Lo adulto por su parte habría sido intentar ayudarle, inventándose algo para que yo me distrajera; pero eran personas que vivían de hacer malabares y aguantar el peso del otro en posiciones extrañas, por lo que me apoyaron e insistieron en preguntar porqué no había hecho de mi madre una «mujer honesta» cuando la embarazó de mí.
―Tengo cuchillos y sé como usarlos ―les espetó Ben, antes de echarlos de ahí. Los dos se habían encogido de hombros, aún maliciosos, mientras se iban de allí.
Después de eso, Ben había intentado iniciar a explicar la cuestión un par de veces, hasta que terminó con un:
―Pues va como va, lo que sucedió es... ¡Oh, ahí está tu madre! Ella lo debe saber mejor que yo, ve y pregúntale de una vez.
Como no me hizo gracia la manera en que el domador una ceja y mi madre se veían a los ojos sonriendo embobadamente mientras salían de mi hogar principal, le hice caso a mi padre.  
―Mami, ¿por qué no te casas con papi? ―Pregunté a bocajarro, y ambas sonrisas desaparecieron.
Selena le pidió un momento al domador, y me metió a la casa remolque a hablar. Ella sí me lo explicó, solo que... Ahora que lo pienso, aún no sé del todo porqué nunca han vivido juntos... Es por algo de que se puede ser amigos y caerse bien, a la vez que tener un hijo a la antigua, sin ser necesario vivir juntos o casarse.
… Espera un momento, ¿qué hago hablando de la indeterminada relación de mis padres? ¿De qué tema estaba conversando antes de salir con ésto?
¡Ah! Del esperar... Con razón me he desviado.
Dicho sea de paso, la vieja Helga sigue estando por aquí, viviendo en el descuidado patio del edificio. La casa remolque, Helga la casa remolque, en la que tuve esa, como varias otras conversaciones, con Selena. Es una rotunda señora que vio la vida por ahí de la época de los hippys, aún sigue con esa moda a la Máquina del misterio y es la más leal aliada en las locuras de mi madre. Siempre está lista para otra huida ¡eh! Paseo o ida a una nueva vida indicada por mi madre. A ella, Helga, no la culpo de nada. Hasta le tengo cariño y jamás la cambiaría por más que le conozco todos sus achaques... En fin...     
―¿No es más fácil quedarnos que mudarnos, y mudarnos y mudarnos? ―Creo que fueron mis primeras palabras en la vida.
A lo largo de los años, me dieron varias razones por las cuales un circo no podía quedarse en un solo lugar. Sin embargo, a mis honorables trece años de edad, puedo decir que era más lo que se gastaba en tanto viaje que lo que se recaudaba con las personas que iban al Månen. Es más, estoy seguro que las veces que nos quedamos más tiempo de lo común en alguna de las localidades, fue porque teníamos que esperar para recaudar el dinero con el que hacer el viaje a otra lugar.
Una mala pasada porque, a más tiempo en un sitio,  más lesiones habían. Sé de lo que hablo, era a mi madre a la que buscaban como la experta en sanación del Circo (sí, experta en sanación... Nada más lejos que ser una médico, mi madre. Y nada más cerca, también... Ya la conocerán) y, no pocas veces, yo presencié las llegadas alarmadas de las personas al camarote, a veces para pedirle que fuera con ellos, otras veces teniendo en las manos al herido de turno.
Mi madre pronto se dio a la idea de que, cuando estaba en mis «trece», no me iba a estar quieto en mi cama con la puerta corrediza cerrada. Algunas veces, hasta me hacía pedidos de remedios o instrumentos, con el fin de que me centrara en ayudarle y no en mirar la herida.
Para ser un grupo entrenado y experto de cirqueros, las lesiones era cosa muy acostumbrada, de una o dos por viaje. Pronto, aprendí de ellos a perderles el miedo y hasta a apreciar las cicatrices... Pero eso es parte del otro collage de imágenes que mi mente más recuerda.

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